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domingo, 11 de septiembre de 2011

La Liturgia, animada por la Eucaristía.




El Pan Nuestro de cada día: tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, Dánosle Hoy: para que recordemos, comprendamos y veneremos el amor que nos tuvo y cuanto por nosotros dijo, hizo y padeció.
(Par PN, 6).


Es necesaria una pastoral renovada y atenta sobre el significado, el alcance y la adecuada vivencia del Misterio Eucarístico, en lo que contiene y es propiamente (Mistagogía) y en cuanto que jalonado por la Liturgia (λάος (láos) = pueblo, y έργον (érgon) = trabajo, obra - es decir, "acción del Pueblo").
En efecto, si contemplamos la celebración eucarística como el desarrollo armonizado del memorial de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo y de una Liturgia que nace, acompaña y se desarrolla a partir del Misterio que se celebra, no podremos dejar de entender que, cuando "vamos a Misa" vamos ante todo a "recibir" a Cristo y su Gracia, pero también, y precisamente porque se trata de Liturgia, a participar activamente, poniendo todos nuestros sentidos y, desde allí, nuestra oración, nuestro corazón abierto y nuestra acogida más viva y más radical de los Misterios celebrados.



Porque la Eucaristía, el Sacrificio de Cristo, envuelve, fundamenta y da continuidad a la Liturgia y a nuestras vidas. Por eso la celebramos, porque por la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús hemos sido salvos (Hch. 4, 10-12).

Por tanto, no cabe un actitud pasiva, cotidiana y monótona hacia la Liturgia que vemos desarrollarse ante nuestros ojos. La Palabra que se lee y se proclama va diigida a cada uno de nosotros; las oraciones que se elevan al Padre en nombre de Jesús ("por Jesucristo Nuestro Señor") recogen nuestras aspiraciones, deseos y necesidades, tanto en el plano humano como en el espiritual (prosperidad, trabajo, casa, comida, salud, virtudes, Amor a Dios...); el canto central, la Consagración del Pan y el Vino, hace presente a nuestros ojos, "según el espíritu y la divinidad" (Adm. 1, 9) la Cruz, el Calvario mismo (y esto debemos creerlo firmemente: A aquel lugar y a aquella hora vuelve espiritualmente todo presbítero que celebra la Santa Misa, junto con la comunidad cristiana que participa en ella - "Ecclesia de Eucharistia" 4 -). Así lo ha querido el Señor ("que se entrega", en griego "didomenon", que en hebreo es atemporal) al hacernos entrega, en la Última Cena, de la Eucaristía, que completaría sacramentalmente con su Pasión y Muerte; el Cuerpo que comemos y la Sangre que bebemos son el Cuerpo y la Sangre de Cristo (cf. Jn 6 - todo el capítulo -) y por tanto Jesús Resucitado (así lo expresa la inmixtión) entra en nosotros, incorporándonos a la Redención que obró en la Cruz, para que, como bien dice el Beato Juan Pablo II en "Ecclesia de Eucharistia" 5: "En este don, Jesucristo entregaba a la Iglesia la actualización perenne del misterio pascual. Con él instituyó una misteriosa « contemporaneidad » entre aquel Triduum y el transcurrir de todos los siglos".













Ambas realidades, Cena y Calvario, expresa, contienen y son, en definitiva, un único acto de Amor de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, para quien no hay tiempos ni lugares, por lo que Jesús "Siendo único en todas partes, obra según le place con el Señor Dios Padre y el Espíritu Santo Paráclito por los siglos de los siglos" (CtaO 33), de modo que en dos tiempos y lugares distintos obra un único Misterio, un único Acto, un único Don.

La Iglesia, consciente de este Depósito, de este Tesoro, ha procurado siempre formar a los fieles en lo que tiene de esencial la Eucaristía. Pastoral, Encíclicas, Discrusos y un Magisterio continuado han procurado que el Pueblo de Dios, destinatario del Misterio que los sacerdotes "y sólo ellos administran a otros" (Test 11) pudieran vivirlo e incorporarse al miosmo, según el Deseo Redentor del Señor.

Es importante, pues, que se procure, en las parroquias y comunidades, dar una adecuada formación en lo teológico, lo pastoral y lo litúrgico, acerca de tan gran y esencial Misterio, que nos renovó a nosotros y a toda la Creación.

Es vital que acudamos a la Eucaristía con la máxima y mejor preparación, haciendo silencio en nuestros corazones:

...id de dos en dos en compostura y, sobre todo, en silencio, orando al Señor en vuestros corazones desde la mañana hasta después de tercia. Evitad las palabras ociosas o inútiles, pues, aunque vayáis de camino, vuestro comportamiento debe ser tan digno como cuando estáis en el eremitorio o en la celda. Pues dondequiera que estemos o a dondequiera que vayamos, llevamos nuestra celda con nosotros; nuestra celda, en efecto, es el hermano cuerpo, y nuestra alma es el ermitaño, que habita en ella para orar a Dios y para meditar. Si nuestra alma no goza de la quietud y soledad en su celda, de poco le sirve al religioso habitar en una celda fabricada por mano del hombre.
(LP 108).

Atender a cada gesto y palabra de la Liturgia; acoger cada renglón que la Palabra de Dios leída contiene y nos dirige; orar de corazón; mantener el silencio; pedir perdón por nuestros pecados, y auxilio para sobrellevar y hasta vencer tentaciones y limitaciones; continuar la celebración con al menos un rato de Acción de Graciias; "llevarnos a casa" lo celebrado, de forma que la dispersión (amigos, vecinos, charlas, televisor, aficiones, obligaciones...) no reemplacen en seguida y como si nada hubiera pasado a nuestro Señor, que sigue Vivio y Operante de forma Física en nosotros, mientras las especies permanezcan; dar también continuidad espiritual a lo que el Cuerpo y la Sangre de Cristo han empezado a operar en nosotros.

En suma, y para terminar, no podemos conformarnos con seguir celebrando y asistiendo a Eucaristías en las que reinen la dispersión, las prisas, la cotidianeidad y la monotonía.

Pace Bene.

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