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domingo, 27 de noviembre de 2011

Segunda epíclesis: la Consagración.

Llegados al momento culminante de la Celebración, el Sacerdote pronuncia sobre el Pan y el Vino las misma Palabras de Jesús, y transforma dichas especies en el Cuerpo y la Sangre de Jesús.


Para ello, invoca al Espíritu Santo: "te pedimos que derrames tu Espíritu sobre estos dones que hemos separado para ti... para que se transformen en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, Hijo tuyo y Señor Nuestro..".

Por tanto, el Espíritu, que desciende sobre el altar, hace descender al Hijo, que se hace físicamente presente en la Asamblea. Esto nos lleva a dos consideraciones:

1. Si el Espíritu desciende sobre el Altar, lo hace también sobre la Asamblea, puesto que todos somos beneficiarios y objeto del Sacrificio redentor de Jesús en la Cruz: se nos perdonan los pecados por su entrega amorosa y dolorosa, perfeccionada y llevada a término por el Paráclito. Por tanto, nuestra disponibilidad debería ser tal que de veras "sintiéramos" al Espíritu, no como un sentimiento piadoso superficial, sino en su presencia viva y vivificante, real y poderosa, consoladora e impulsora de una vida nueva en nosotros.

2. Como nos recordará en el siglo pasado San Pío de Pietrelcina, se nos hace presente el Calvario. Estamos a los pies de la Cruz de Cristo, con su Madre, las mujeres y San Juan. Es un momento privilegiado, absolutamente inconcebible para la mente humana, pero al que, por el Espíritu, podemos acceder, venerando la Cruz, adorándola más bien, y pidiendo perdón a Jesús, a la vez que le damos gracias y volcamos sobre la Cruz nuestro corazón lleno de amor y compasión, como también dirá San Pío.

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