Sabemos que quien proclama el Evangelio en Misa es siempre el sacerdote o el diácono, nunca un seglar. si bien la primera (y segunda si la hay) lectura y el salmo es preferible que los proclame un laico, el texto evangélico se reserva a un Ministro.
En efecto, el sacerdote actúa en nombre de Cristo. Es más, actúa como Cristo mismo. Nos recuerda J.P. II que, en la Consagración, el sacerdote presta su voz a Cristo mismo, que es quien de hecho consagra el Pan y el Vino por el Espíritu. El diácono, ministro que sirve a la Iglesia, también puede, en virtud de su ordenación, leer el Evangelio. Como especifica el Catecismo, el diácono debe imitar a Cristo "diácono", es decir, servidor de todos. En este sentido, y en virtud del Orden que le confirió el Obispo, representa a Cristo.
Por tanto, es un momento importantísimo de la Misa aquel en el que oímos la Proclamación del Evangelio. Nos ponemos de pie, porque es Cristo mismo quien habla, y aquí los Liturgistas hablan de una epíclesis distinta a la de la Consagración. En efecto, el Espíritu santo desciende sobre la Asamblea, significando y haciendo presente a Cristo. Es una primera epíclesis, una primera invocación al Espíritu para que haga presente a Cristo y así se manifieste a la Asamblea, la cual escucha y acoge con gozo su Presencia y su Palabra, siempre viva, siempre actual, que siempre nos dice algo, como les decía a los que le escuchaban en el Monte de los Olivos, o a la vera del camino, o como le dijo a Natanael quien, al sentirse reconocido, creyó en Él.
Por eso se inciensa el Evangeliario (o Leccionario), porque se hace ofrenda en la que Jesús se va a encarnar a través de su Palabra, pues Él es la Palabra del Padre. Al proclamarse la Palabra, se proclama, "se trae" a Cristo o, mejor, Él viene en su Ministro. Por eso se besa el Evangeliario o Leccionario, porque se besa al mismo Cristo, venerándole y dándole gracias porque hemos podido oír y reconocer sus "Palabras de Vida Eterna", como dirá Pedro en Jn 6.
De ahí que es un momento especial, sagrado, que debemos vivir con particular atención, prestando todos nuestros oídos y sentidos a Jesús quien, como hizo 2000 años atrás, viene a hablarnos, a salvarnos, a instituir signos en nuestra asamblea. En este sentido, y menos si tenemos en cuenta lo va a venir en la Liturgia Eucarística, no debemos envidiar a los que fueron contemporáneos de Jesús y le vieron y hablaron.
Pace Bene.